martes, 18 de septiembre de 2007

libro-pompeyo II

Lluvias. Zarpas. Respuestas. Cristales opacos entreabren la tierra de otro siglo. La raíz con olor a hierbas de una mujer andrajosa a la orilla de la tormenta nocturna, que amarillenta, por la danza del carbón, pide un país. La magia de cabelleras suntuosas y sopas de antaño, conmigo duermen libres gargantas y suspiran trenes que se alejan llanos. Silenciosos. Como parvas colinas ciegas, como playas de eucaliptos ásperas, maternales. Despedidas vertiginosas, estambres y corrientes. Sonrisas. Y quizás por esa puerta aparece más allá una tierra, un rocío, una noche.
Alas de burbujas suenan en el campo. Esponjas montañosas caían lentamente por los sueños.
Flores bellas que esperan que nazcan y no. Y nosotras que esperamos tendidas en la hierba, las grietas de una sonrisa mordida en la oratoria fosforescente de una pareja fugaz. Nosotras morenas, nosotras sin tierra, nosotras que partimos de a poquito los huesos y las venas azules. Que pensamos que hay hojas y plantaciones de cocodrilos que nos muerden las tripas y nos persiguen. Nos mienten. Nosotras que sabemos que allá, en la pulpería hay una piragua materna y un sol orgánico que nos revienta. Un sol que pide en el fondo más lejano de un estante. Y estamos heridas sin saber cómo un gato entra a la niebla y se agazapa lentamente mientras surge de aquel país. Acá el niño borrascoso nos ilumina y nos hace sentir una cierta decepción absurda del mañana que siempre surge.
Acá el niño borrascoso nos ilumina. Todos los huevos duermen sin sueño. Hay lágrimas pesadas fugaces a la orilla del mar.
Una garra sabe que el dios me defiende del brillo del pantano del niño infiel.
El niño sabe que mañana el viento hundirá en sus ropas un escorpión y sus dientes se separarán de sus encías y morderán las plantaciones. Quizás mi madre en un ronco sueño vive mezclando astrales ojos. Y sus estrellas piensan que absorben las venas borrascosas de hoy.
Pobrecito el niño con sus pepitas de oro, duerme bajo un largo grito. Duerme en otro siglo acusado de verdes nubes, inocentes son con una mano.
Yo viví en lugares como brazos, como lágrimas, como camas ausentes de sábanas. Yo como una ausencia, como una orgía de muerte me acordaba y me acuerdo de los tripulantes insaciables que como aves de rapiña, como fondos azuzado de poblaciones inmersas, duermen. Y el niño era aquel país. El niño del que hablo tiene mandíbulas negras de sangre, el niño arrastra enfermo un resplandor de sufrimientos.
Aquí un cielo ardiente ávido y virgen tornea sus cuerpos en formas que se escurren de una belleza extraña. Tan ruines y tan míseras son sus almendras, que a veces, no entiendo el idioma.
Puedo pensar que quiero sonreír en su pecho y flotar interrumpidamente por estrellas, por besos. Besos que los devastaban en un vino cruel.
Allá, el pasado. Hoy el niño borrascoso vive en una choza. Hoy, ahora, en este momento, una experiencia penetrante se casa con la muerte. Aspiro un funeral de recuerdos como círculo lentos, que surgen y amanecen despacio entre las estrellas aladas de terciopelo y de nácar.
En la tibia habitación en el país de los recuerdos se abren círculo en torno a sus tobillos. La lluvia, una porcelana insondable, una ciudad sin cabezas, hay cimas venenosas que ocultan en el centro un odio legendario. La tierra se halla dentro de los mundos a sangre viva. Dicen que los enormes zumbidos no ceden.
El niño que quiere nacer dentro de su bella dueña del mundo. Planetas cargados de deidades. Veranos, silencios pasados, hoy el niño no sabe qué es llorar. Recién nacido como una manzana hirviente con plumas, como un bandoneón sin tribunal. De la noche del sótano en los ojos de un pájaro húmedo. Puede brillar si encuentra una extraña mano que le sale de entre las venas.
No cedas, niño borrascoso, a tu fondo blanco, a tus fósforos que se mezclan con las lluvias. El asunto es la cicatriz.
Arde, el niño borrascoso aliado a la plegaria del rey. Porque el país donde llevan deidades salvajes y húmedas manzanas ondean músicas y objetos y recorren sus tobillos.
Aguas oscuras en mi memoria. Una vieja de terror vaga en la terraza del fuego.
La virtud de la ruta gime al padre olvidado del lugar. Bajo el mantel de la noche brilla el manto.
El niño borrascoso golpea inválidos atardeceres. Se torna indeleble como un murciélago.
Perdido en la noche, susurros de su sombra sexual, plantas de hospitales con olor a vino y a eucaliptos.

libro-pompeyo

Mi alma era una niebla. Como un farol borrascoso entre tormentas nocturnas y países con escorpiones y ratas. Mi alma es un niño. Un niño en medio de una tormenta nocturna. Y cascos, cascos con sus amos delante de provincias amortajadas y pequeños testigos como epitafios más allá de las aguas que se escurren, de los meandros oscuros y profundos del retorno. Y murmullos levantados…
Mi alma es un pequeño testigo, un pálido testigo a la distancia, entre el rocío y la noche, entre la gruta y la piedra. Ahí está mi alma. Con una lámpara, sola, como un soplo de ternura. Vivo a la par de la música. Con mi alma, en una colina, yo mismo arriba de un caballo fangoso me dirigía hacia diálogos suspendidos en páramos que huyen entre frías aureolas. Oh, destino mío! Voz borrascosa, bajo piedras, más allá de tu imperio, una voz, una voz me musita y me murmura voces. Vos me murmurás pequeño testigo…cada instante veo tu rostro que me murmura. Me murmuran mujeres con arañas, mujeres con manos como arañas, con bocas como arañas, que recorren todo tu cuerpo. Vos con mi alma a la par de esa extensión absurda que son tus ojos. Tus ojos con pelos, como orugas, tus ojos hambrientos con telas de arañas. Que se meten despacito entre mis venas. Que se meten y esperan telas, esperan antiguos delantales de maestra. Esperando que yo llegue hasta tus brazos. Y te diga: tierra.Así es. Así es el Conservatorio Nacional de Músicos. Los músicos despiertan en mí ciertas capas de mi alma escondidas muy profundo con telas de arañas. Con ácaros y magnolias secas, en el fondo de una interminable provincia. Y sumida en la portezuela de los diálogos, las mujeres del Conservatorio Nacional, me refiero puntualmente a la primera línea de violines. Aquellas muchachas con horas exagües, con distancias moradas, con espaldas azuzadas, y humo. Humo y fatigas que ven pasar de nuevo en coches, algunos árboles bajo faroles, algunas poblaciones, algún pequeño niño. Y todo así. Así un montón. Todo un interminable bacanal. Un bacanal de escorpión, de vaca silvestre. Y el director con su silencio fosforescente, con su llama amortajada, con sus manoplas y sus canas secas.
Madre, madre, dónde dejaste mi cinta pegajosa. Donde está mi espalda ojeada, mi espalada de cristal, mis manos azules, mis manos trémulas con aroma a cuero. Mi manos, mamá, son negros frutos. Se sumergen en el vino de la vista y vos, nutriste ese diálogo…