martes, 2 de octubre de 2007

verborragia

El sonido de las campanas retumba en las paredes del fuerte. El grito del monje se oye como un eco ausente que se precipita por las angostas calles de tierra. Hay un niño que llora cubierto de pieles infalibles, recordando el momento de su nacimiento.

El mendigo llora a los pies del mártir y le ofrece grises néctares de ninfas marinas. El sabor dulce de la derrota embebe los labios y los adormece.

Presos de una religión inocua, insectos y deidades se mezclan en danzas alegres. Cantan versos brillosos que enceguecen a los caminantes desprevenidos.
Los cañones aún secos esperan la partida. Mientras algunos pequeños audaces lobos domesticados preparan una sopa que calmará su sed.

Desde el olimpo se distinguen cuernos de sapos olvidados en bibliotecas de serpientes. El dios del hiato se enfrenta con el minotauro. Nace así la metáfora.

Me sumerjo en el abismo de la palabra, un pozo ciego sin fin, ni quimeras. Hace frío en este pozo. Precisamos el fuego de la discordia para calentar este presagio de vida. Pronto llegará un sonido ensordecedor y las cenizas cubrirán los cuerpos. Eso dijo una muchacha mientras lavaba su ropa el borde el río.

A ella se acercó el monje y le dijo: “muchacha, tú que tienes el don del insomnio, ven y despierta mi encanto sobre las olas de esta incertidumbre”: Y ahí nomás la virgen despojóse de su vientre y se lo entregó envuelto en la espuma dulce del desconsuelo.

Septiembre 2007